Cuentos del indignado

Luna de miel


Ave Maria gratia plena, Maria gratia plena, Maria gratia plena…

Flotaba hacia su felicidad. Jamás había sentido nada igual, ni siquiera los gigantescos tacones que oprimían sus pies importaban. Un día como aquel no podía registrar ampollas ni transpiraciones. Su pecho era un lugar común de latidos al compás de aquella voz de hilo que envolvía la iglesia, repleta de flores y ojos que no cesaban de buscar algo que la hiciera indigna del blanco del vestido.

Ave, ave dominus, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus et benedictus

Al final del pasillo, el viaje más interminable de su vida, la esperaba el amor, su amor… un buen partido, como le decía su madre. Desde el día que lo llevó a casa, la familia de Maritza la convenció de que su destino era convertirse en la esposa de aquel apuesto militar. “Las gorras”, decía su abuela, representan con creces a las mujeres”.
El hombre, trajeado de gala, pidió su mano. Comenzó entonces el rosario de recomendaciones sobre la virginidad, que Maritza cumplió una a una. Una proeza alcanzar el altar sin sucumbir a las hormonas. Era todo un caballero. No había mayor dicha que su respeto.

Et benedictus fructus ventris ventris tui Jesus

Y allí estaba, dulce y paciente. Ella lo acompañaría hasta el final, así lo juró ante Dios y todos los que secaban sus lágrimas ante aquella representación clase media de felicidad.
Que se besen que se besen que se besen…risas, aplausos, arroz a granel, abrazos…la fiesta, los regalos, el baile, los pasapalos, las bebidas…Maritza estaba radiante. Ni siquiera sentía las ampollas de sus pies.
El ramo, el carro, los pasajes, la maleta, el hotel…
Nadie la cargó, así que entró feliz al recinto que cobijaría todo el amor que estaba dispuesta a dar. No más cuidados, no más lucha con las hormonas, no más déjame déjame en medio de sofocos…
Entró y sonrió. Lo miró emocionada…
Se acercó. Era suya. No la besó. Ella sonrió. El la empujó hacia la puerta. Deshizo el moño que había tardado horas en peinar. Estrujó su vestido blanco. Ella sonrió. Tomó sus senos y apretó. Sintió dolor. Arrancó el vestido… lo abrió de golpe. Volvió a empujar. Desabrochó el pantalón. Metió su mano en la entrepierna. Ya no sonreía. Lloraba. La penetró. La volteó. La penetró. La penetró. La penetró. El dolor sordo que sentía iba y venía al compás del toc toc toc toc de la puerta ante el embate. Gimió. Sollozo salobre de noche sin miel ni luna.

Ave Maria, Ave Maria Mater dei, ora pro nobis pecatoribus

Recogió el vestido y lo guardó de nuevo en la bolsa. Caminó en trance, en medio del dolor que le producían las viejas ampollas. Se sentó a su lado, los ojos rojos de llorar. Había mucha gente mirándola ahora, buscando algo que la hiciese indigna del negro del vestido. Sus hijos la abrazaban. Aquel amor había sido ejemplar. Cuarenta y cinco años juntos. Nadie pronunciaba palabra ante sus lágrimas. Se levantó. Se pegó a la urna. Se estrujó contra ella. Colocó dentro la bolsa con el vestido de novia despedazado. Murmuró algo y se desmayó…

Nunc et in hora mortis In hora mortis, mortis nostrae In hora mortis nostrae, Ave Maria


La mujer de Rogelio


Nunca supe su nombre. La última vez que la vi tendía una ropa lejana en un patio de tierra color ladrillo. Como ganchos, a su falda se adherían sus hijos, dos pedacitos de carne con cabellos ásperos.
Llegué a su casa una noche de esas donde los excesos del alcohol imponen el lugar para seguir la juerga a salvo de las calles en asecho. Recuerdo el pasillo largo, la casa semi destruida, el arsenal de botellas vacías de anís y el gorgojeo de seres extraños que llegaban goteando la madrugada y se cobijaban en sus paredes, apartando un pedazo de piso donde dormir.
Quienes arribaban eran personajes de un mundo ajeno al mío, protagonistas de una calle salvaje que trascendía mi manoseada aventura de lo fortuito. La calle de ellos pesaba en los gestos y las cicatrices, en el hedor a tabaco y aguardiente añejado por años, en las ojeras de su insomnio congénito.
La casa de Rogelio era una especie de fortaleza donde podían llegar pintores, escritores, carteristas, ladronzuelos y borrachos; en fin, un asilo de soledades puestas a resguardo de las neblinas altas de los callejones de cualquier ciudad.
Rogelio era un tipo extraño: maravilloso conversador, consumado lector que delataba el tiempo dedicado a saborear clásicos y filósofos sin ninguna ingenuidad. Siempre pensé que había estudiado Filosofía o Letras. Yo elucubraba sobre el porqué de su abandono, no comprendía la hidalguía que se imponía a sus harapos. En sobriedad, Rogelio me deleitaba con su alma altruista en medio de la miseria, siempre dejando espacio en la tierra pelada para quien necesitara resguardarse de la muerte o del frío, que para él eran lo mismo.
Su mujer, diminuta en su mirar, en su andar, en su esencia toda, caminaba sin levantar los ojos, sigilosa india conocedora del poder monstruoso que le otorgaba sobre el macho su facultad de vivir sin pronunciar palabra en cualquier condición, lo que la hacía invisible para los inquilinos de ojirrojos que descansaban bajo su mismo techo.
Bastó esa noche para conocer el porche underground que imitaba pobremente a los suburbios franceses de la bohemia del siglo XIX, la calle dentro de la calle en su más salvaje representación.
Cuando amaneció, era claro que no pertenecía al lugar. El sol delató una piel sin curtir que reveló mi impostura, pero Rogelio, caballero al fin, supo disimular mi falta de lugar ordenando a su mujer traer un tobo de agua para que lavara mi cara de recién llegada al suburbio. Nunca olvidaré el chancletear quejumbroso ni el tobo curtido repleto de un agua indefinible.
Después de aquel día, nunca volví a esa casa. A Rogelio lo seguí viendo en las mañanas vendiendo periódicos en una esquina. No sé cuando desapareció porque la vida siguió su curso y yo me olvidé de coquetear con la noche y sus secretos.
Cuentan los poetas, huérfanos de la casa de Rogelio, que un día llegó a la casa el hermano de la mujer. Que este hombre tenía debilidad por las cosas limpias, por lo que dedicó su tiempo a fregar y refregar los pisos. Cuentan que como era el hermano de la mujer, él sí podía verla, y mandarla, y regañarla y enseñarla a hacerse cargo de sus hijos.
Cuentan que cuando la casa comenzó a parecerse a una casa, sus huéspedes nocturnos comenzaron a inquietarse por el olor a cloro, por las miradas que el hombre clavaba en ellos durante el gargajear que precedía los escupitajos mañaneros.
Cuentan que Rogelio reclamó una noche la llegada de dos sillones de mimbre y que el hombre lo amenazó frente a sus hijos, que corrieron veloces al lado de su tío. Quienes allí estuvieron, recuerdan haber oído silbar el cuchillo…un silbido siniestro que se ahogó con el chasquido de una puerta que cerraba para siempre la entrada a la indigencia.
Esta historia me la contaron años después de aquel episodio, cuando indagué sobre el destino de aquel erudito venido a menos con quien tanto había conversado una noche de tragos. Dicen que está enterrado en el mismo patio de tierra rojiza de la casa, que nadie lo reclamó, que nadie dijo nada, que todos los testigos tenían cuentas pendientes con la justicia…
La casa de Rogelio tiene ahora en su largo porche una peluquería que regenta el marido de la mujer, el mismo que antes era su hermano.


Dolores


“Se descubrió representando el viejo papel: el de ese poblador de cavernas complacido en su mundo inmóvil, un mundo de árboles y piedras donde él moría lentamente sin reparar en ello, feliz en su reino inmortal hasta el instante en que una figura inesperada, el primer bisonte, atravesó la estepa para hacerle entender que estuvo engañado todo ese tiempo”.
Héctor Torres. La huella del bisonte



Hoy he vuelto a recorrer cada una de mis acciones contigo. Y otra vez sentí como el deseo tomaba mi cuerpo y lo hacía sudar esa especie de sudor culpable que termina llevando mis manos a mi sexo para tocarlo mientras te pienso y te desdibujo pálida, diminuta, temblorosa.
No ceso de escuchar tus gemidos, tus súplicas, tus ¡no!, ¡no!, tus ¡basta, por favor! que sólo me hacían arreciar las embestidas hacia tu cuerpo, esa frágil anatomía que hablaba de la mujer que había en ti.
Hoy, a tantos meses de de la última vez, podría preguntarte la razón de ese placer morboso que no dudó en contarme sobre los roces con otro ¿Por qué desbarrancarme? ¿Por qué mirarme tan duramente y dejarme hacer? ¿No te diste cuenta de que mientras más silencio en ti más deseo en mí?
Mi vida se fue conjugando los verbos perseguir, husmear, oler, seducir, poseer. Pasó como una ráfaga en los intentos fallidos por reinventar un espacio blanco sábana sólo para nosotros, para mi amor por ti. Pero lo echaste a perder, tú decidiste irte con él y apartarme como un perro.
Cierro los ojos y veo tus pezones oscuros atosigados en mi lengua, tu vientre diminuto exhalando vahos, tus brazos de semi hembra terminados en pinzas que arañaban mi piel y me hacían gemir. “Más más, más…” y mientras más piel lacerabas, mayor era el deseo.
Aunque ya no era yo el único que arrancaba tu ropa para gozarte. Es inevitable recordar cómo, después de dejarme hacer, me contabas de tus encuentros con él. Aprieto con fuerza los párpados para apartar de mí la imagen de ambos embarrados de saliva y sudor… los celos, la rabia, el desenlace.
El periódico no dice a dónde los llevaron. Se han afincado en mí, en mi perversidad. Los vecinos han declarado que soy un monstruo, y aunque siempre supieron lo que ocurría, ahora me llaman enfermo.
Mientras me llevan a la cárcel, tengo el consuelo de saber que ya nadie podrá tocarte, ni siquiera él, ese maldito que vino a confundirte, a trastocar mi felicidad llenándote de promesas, aunque sé que sólo tenías catorce años…ya ni eso te hace inocente.
Se acabó. Tú estás muerta y yo doblemente preso, preso en tu amor y mi culpa, en esta cárcel abominable acusado de tanto.
Sin embargo, mientras espero que me lancen al ruedo feroz de la muerte sin cuartel que le sigue a quien mata y viola a una niña —¿y es que eras tú una niña? ¿podía ser una niña la hembra que me arrinconaba en el baño para lamer hasta el último rincón de mi cuerpo?— sigo desvistiéndote en mis sueños, mientras el puñal entra asesino una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez…


Clemencia

A María Clemencia De Creny, inspiración de vida


Ella sostenía su rostro como si estuviera a punto de caer. Sus manos tampoco parecían pertenecerle; sin embargo, de todos los trozos de cuerpo que ahora desconocía, su voz era lo único que le hubiese gustado conservar.
Había dejado de arrullar, de cantar, de tararear; había dejado, incluso, de respirar muy fuerte para pasar desapercibida.
Sus hijos, aquellos seres que un día fueron su más alta inspiración, apenas si gruñían entre dientes un resquicio de necesidades. Ella los miraba con igual dulzura, pero el abismo impuesto por dos tiempos, uno repleto de recodos, hombrillo, trapo sucio, y otro, con olor a calle y perfume, se había tornado en el tintineo maravilloso de seis palabras: “Hola vieja, ¿qué hay de comer?”.
Su casa, misión última de vida, era admirada por todos. El orden, lo pulcro, el buen gusto. Su comida era devorada con fruición. Ella recogía en los platos vacíos, el halago silente por su buena sazón.
Ni siquiera en la intimidad, cuando su cuerpo era morada, se permitía emitir sonidos. La piel encendida le hablaba de la violencia que se escondía en el susurro, en la comodidad del monosílabo, en la frase hecha que se nutre de la falta de preguntas y respuestas vitales, y socavaba cada mínimo poro de la interioridad.
Cuando estaba así, el techo se convertía en su único pasadizo a los recuerdos.
Antes, cuando para ella tenía sentido el paraíso de la renuncia, había sonreído, sobresaltado su ritmo con el roce salobre, soltado su cielo contenido en cada uña.
Hubiera querido entonces hablar de su felicidad, decir que no importaba haber dejado su vida para vivir por ratos las de otros; que estaba realizada en la maternidad; que cuando los niños crecieran podría huir del Pride, del Easy off, del agradable olor del éxito, del infalible frasco de MAS, y trabajar y tener amigas y una historia que contar que dejara por fuera las boletas y los pleitos de sus hijos. Pero sólo tenía de confidente una espalda que le recordaba la carne que día a día troceaba en su cocina.
Sus silencios más intensos los hacía al mirar los álbumes familiares y las incontables tarjetas recibidas en Navidad y el Día de la Madre. ¡Cuánta vida, Clemencia!, se decía, mientras recordaba la graduación de su Felipe, la primera comunión de Marta, las vacaciones en Cumaná, la compra de la casa. ¡Eran tantos los logros!

Sus manos volvían a dolerle. Tal vez a causa de las viejas heridas, esas traidoras cicatrices del tiempo. ¿Había sido un pecado aferrarse a lo inasible?
Detestaba saberse el personaje central de una trama sin diálogos, de un cuento gris que se diluía en las sugerencias, siempre oportunas, de las vecinas que sí sabían cómo evadir la falta de oxígeno.
Y allí estaba de nuevo, su casa... su vieja casa deshabitada...la casa de los niños...la que pagó Felipe, el viejo, durante 40 años...la del adiós primero y el espérame en el cielo, corazón...la casa y toda su utilería: el jardín, los detalles, la despensa, el dulce de lechosa, el cafecito, las camas hechas, las cenefas limpias, los pañuelos planchados, las camisas lavadas a mano, el uniforme a punto, las verduras frescas, las superficies libres de polvo, el televisor a color, el guarapo de llantén. ¡Ah, la casa!, con sus vaivenes y contradicciones: su rostro dulce, para el que se preparó toda su vida desde su primera casa de muñecas, le había absorbido el alma en cada acto invisible.
Ella duerme ahora. Sabe que su voz jamás regresará para esas alternadas imágenes que domingo a domingo se turnan el sagrado deber de la visita, mientras miran el reloj con impaciencia.
―Fue lo mejor, ―insiste Felipe hijo, seguro de haber tomado la decisión correcta. “La casa es muy grande, y mamá merece descansar”.
Nunca vio que, por primera vez en su vida, Clemencia se había sentido escuchada; no entendió que por eso ella había empezado a comunicarse con los rosales, a sonreírse con la soledad, y disfrutaba de poder aletargarse horas y horas para esperar el manto fresco del sereno. Por primera vez no tenía una mesa esperando ser servida, se fascinaba en la cesta de ropa rebozada sin apremio y ante la dulzura del sueño matutino sin despertares cansados y sobresalto de arepas por asar y café por colar.
Por fin había descubierto el cálido sonido de su voz; pero era tanta la devoción que los otros sentían por su discreción, que jamás pensaron que tuviera algo importante que decir.
De no haber sido por la consideración de sus hijos, aún estaría regando sus matas y hablando con los pájaros. “La vejez le dio por hablar sola”, decían.
Ella duerme ahora. Está más callada que nunca sin sus objetos atesorados por cientos de años. ¿Es que no había vivido ella cientos de años?
En sus sueños reaparecen los primeros pasos de sus hijos, como si con ellos pudiera encontrar sus helechos, sus ruinas, su rostro demacrado pero capaz de reflejarse en los espejos, hallar el camino de regreso a aquella casa donde pasaba las tardes trapeando ausencias.
Ella duerme ahora. Es una felicidad dormir. En ese aséptico cuarto, libre de tareas domésticas, Clemencia descubrió que la muerte tiene un rostro sin labios.
Cada noche, le lleva envueltos, para jugar, los hilos de su memoria.
Ella sonríe y se vuelve a dormir. Sabe que un día va a ganarle la partida.


Desamor en 10 actos


Acto 1
Una llamada nada más, y su idea de vida apacible rodó en medio de la crecida interior. Su amor a la intemperie desdijo de las bases firmes que la familia tenía como “célula de la sociedad” que había aprendido en la escuela.

Acto 2
Ella no quiso ver las claves de neón que titilaban frente a sus ojos. Sólo comprendió lo inútil del “No hable, no mire, no pregunte” que le había enseñado la abuela, modelo de discreción y estupidez…

Acto 3
Su lado de la cama hacía frontera con la luna, por eso olvidó cuánto alumbraba el Sol, y cuando su luz iluminó la mascarada, le hizo sombra, lugar común que dolía hondo…

Acto 4
Él no soportó el reflector. Encandilado, huyó tratando de desvestirse del engaño. Su doblez triunfante ceñía traje de pirata. Ya era tarde. Su alma pendía de un precio.

Acto 5
Las sombras se miraron y se hablaron. Dos soledades tanteando para desdibujarse. Una confesó. Otra puso la carne para ser despellejada. Una no se percató del caminar en el vacío de la otra ni de su bolsillo lleno de voces para el exorcismo… La otra ni siquiera tenía bolsillo.

Acto 6
Nadie puede mentir eternamente. La verdad, amamantada con la fábula de la tortuga y la liebre, anda sobre la grieta y alcanza el surco: terreno baldío arrasado por la infamia. La verdad es aleteo fugaz, representación con olor a cadáver…

Acto 7
Hondo, hondo, hondo, hondo, hondo, hondo …
Músculo estremecido sin latido ni piedad.
Raja, cuchillada, sablazo, incisión, tajo, cisura, tajadura.
Carne fresca para perros. Simulacro. Nada

Acto 8
¿Mañana amanecida sin regreso? ¿Soledad junta pero sola? ¿Sola contigo, sola sin mí? ¿Sola conmigo? No saber si punza más la ida que la vuelta… ¿Padecimiento o arrebato? Clavo que saca otro clavo pero hiere…
Poner de nuevo la cabeza es dar ventaja alevosa.

Acto 9
Masa dócil que apura la ternura…tálamo sin cobija ni ropón
Vaivén, lloros y semen ¿Quién no ha conjurado perdón sumiso a cuatro manos? Frotarse en el deshielo del Te amo que no vuelve

Acto 10
Los astros vuelven con su cola a trastocar la costumbre.
Anuncian hecatombes y promesas lastimeras.
Eros y Psique se arrasan en una vorágine terrible de cuentas por pagar. Cada uno debe al otro.
A la hora de cobrar, de nada sirven gritos y silencios.
¡Hágase la luz! y se derramó la esperma.
As de espada y Marte copulando…
Runas hechas deslave, marea roja, borrasca…


Yoleida

Yoleida no era de aquí, aunque podía decirse que en estas tierras había vivido la mayor parte de su vida. La delataba su acento y su soledad, su cara de transeúnte perpetuo, su anhelo de regresar a un lugar cuyo camino de vuelta había perdido y que sólo existía cuando ella conjuraba recuerdos y sueños.
Yoleida nunca cantó. En sus momentos más felices, hacía un silencio profundo mientras dejaba sonrojar sus mejillas, siempre de niña de montaña, a pesar de sus años. La alegría estallaba en su pecho con los elogios que obtenía por sus pizzas, rectángulos perfectos de mozzarella y jamón que engalanaban los cumpleaños de quienes se habían convertido en su única familia: Aquellos a quienes servía.
Yoleida tuvo varios amores y tuvo hijos, pero lo que más parió fue soledad. Ningún hombre la amó en su dimensión. Cualquiera podía verla entre el ir y venir de las casas que visitaba para lograr su sustento, y en ese devenir, alguno que otro llegó a canturrear palabritas obscenas en sus oídos. Ella escuchaba creyendo que era ése el rostro de amor tanto tiempo esperado, y volvía sus ojos a una vida diferente, donde la única casa a limpiar y la única ropa a planchar fuera la de ella y los suyos. Entonces, su vientre se hinchaba de fe y ella sacaba de él tesoros que la devolvían a su eterno caminar para ordenar las vidas ajenas, y sobrevivir la suya. A la salida de la maternidad, en un brazo cargaba lo que creía su pasaporte al amor, y en el otro, el pesado bulto de soledad que ningún médico había podido desprender del ombligo cortado del niño o niña en su turno por nacer.
Yoleida también quería respuestas de Dios: las buscó entre testigos de Jehová y santeros, increpó a cristianos y católicos, y hasta fue a consultar con María Lionza la causa de su mala suerte. Mientras se desgastaba en autoflagelaciones y dudas, iba dejando el diezmo de sus ingresos en las arcas de las iglesias cazasolos. El punto final a su necesidad espiritual lo puso el exorcismo del que fue objeto, pues casi se asfixió entre los gritos de ¡sálvala! ¡sálvala! ¡sálvala! de la muchedumbre adoradora del Espíritu Santo.
No recuerda a que edad dejó el nido, o si fue abandonada en él cuando su madre partió primera tras la búsqueda del bienestar y fue sembrando la patria hermana con hermanos que Yoleida nunca conoció, pero de quienes se empeñaba en buscar fotos para enseñarlas a todos aquellos por los que sentía afecto. Eran su garantía de pertenecer a algo más sólido que un rancho lleno de muchachitos encajonados y solitarios en aras de su manutención.
Las fábricas le cerraron el paso. Para los patronos la razón inapelable para no emplearla fue siempre su sexo y un currículo que la anunciaba madre potencial. Las posibilidad de faltar ante la eventualidad de un vástago enfermo o ante otro embarazo inesperado, hacían cuesta arriba la obtención de un puesto fijo. Ella escuchaba las razones y se iba cabizbaja, concediéndoles la razón, total, no había podido estudiar sino hasta cuarto grado.
Yoleida era una especie de herencia que se pasaba de familia en familia con una recomendación que la certificaba de honesta y de aseada. Siguió planchando, lavando, cocinando, escurriendo y limpiando mientras esperaba el amor a punta de sonrojos y nuevos hijos que daba en bautismo a los señores de las casas donde trabajaba, tal vez tratando de asegurarles un futuro mejor.
Ella y sus hijos eran una vitrina ambulante de modas trasnochadas de lo más representativo de la clase media venezolana: Las “chivas” de fulana, servían para la Navidad y otras galas, mientras que las de mengana, sólo alcanzaban a cubrir el uso diario. ¡Sí, señor! Si algo sabía Yoleida era distinguir quién tenía clase. No obstante, en algunos casos, finalizar la relación laboral implicaba también el fin del contrato baustimal, lo que le causaba intensos bajones de ánimo.
Yoleida creía que el amor venía con electrodomésticos. Justificaba con creces cualquier maltrato si el concubino de turno aligeraba su carga con cafetera, licuadora, lavadora y un equipo de sonido. La cama ancha con colchón, que era también parte del trato, le hacía más fácil soportar los espasmos lujuriosos, debajo de los cuales ella sólo era una sombra, entre vahídos de alcohol. Cuando por fin aceptaba estar harta de recibir descargas de fluidos unilaterales, se decidía por dejarlo todo. “Yo no dependo de nadie”, decía con orgullo, tratando de ocultar sus ojos en marejadas cuando recordaba su lavadora semi automática y su licuadora de tres velocidades.
Con cada ruptura, dejaba atrás sus aparatos y se llevaba la cama, que terminaba siendo también la de sus hijos hasta que otro amor la poblaba de manos, le compraba una nueva y le dejaba en herencia un vientre que amanecía al cabo de nueve meses con una nueva bolsita de soledad.

Un día decidió darle un vuelco a su suerte. Volvió a su pueblo buscando un origen que ni ella recordaba. La foto arrugada de un hermano en el bolsillo del pantalón —Yoleida no usaba cartera—, un nombre cualquiera de alguien que podía ser su padre, la dirección del primer novio y un montón de esperanzas empacadas.
No regresó.
Supimos que había muerto en un asalto en la ruta hacia Pamplona. La foto arrugada del tío la conservó Yoleidita, quien a sus 14 años, luego de la muerte de su madre, regresó a Venezuela a trabajar en la casa de sus padrinos.
Poco a poco la fueron encontrando los viejos trabajos de su madre, y en cada casa fue dando razón de sus hermanos, resguardados de orfandad con una tía lejana, mientras ella venía a reunir unos reales en busca de un mejor destino para todos.
Cuando fue a tener su primer hijo, Yoleidita sintió, confundido con el dolor del parto, el viejo dolor por sus hermanos olvidados. Sabía que con el primer llanto del bebé, su anhelo de regresar sería conjurado…hasta que el ciclo volviera a cumplirse.


El lenguaje olvidado


Sabía que vendría. La había presentido. Pero no sabía para qué, dijo él.
Ella lo miró. Comprendió que estaba perdida. Habían descubierto un lenguaje olvidado, que él llamaba “de los pájaros”. El código fue la soledad, esa infinita soledad que ella nombró hace tiempo, del desamparo.
Guardaron silencio y esperaron que las constelaciones tejieran las letanías que les tenían reservadas: una vida vieja con almas más viejas todavía, unas cuantas borracheras, calles de ciudades bulliciosas, el encuentro del desencuentro en un pasado que pudieron vivir juntos, en un tiempo otro que jamás podrán recuperar.
El la miró partir, volar quizás, porque ella había aprendido el oficio de su abuela. El silencio fue la llave que cada uno puso a su puerta para no dejarse entrar.
―Sólo miraré sus pies, ―dijo.
―Está bien, ― le contestó ella.
Y se convirtió en sirena de su acuario.

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